lunes, marzo 23, 2020

Los espacios que habité

¿Es el espacio que se habita reflejo del morador o es más bien la construcción del espacio el que lo define?

No tenía más de seis años cuando me corté la rodilla en el patio de la casa de mi abuela, en la calle Santo Tomé. Recuerdo la sangre confundiéndose con los mosaicos rosados y la desesperación al pensar que había llegado mi hora de morir. Por suerte una curita fue suficiente para devolverme la calma. Los mosaicos rosados me dieron miedo durante mucho tiempo, una especie de fobia que no sabía que tenía. Cada vez que pasaba por algún lugar que tuviera un piso de mosaicos evitaba pisar los rosados, rojos, naranjas, toda la gama de colores que remitiera a la sangre. Pisar un mosaico rosados era morir, desangrarse, despegar la curita una y otra vez.

Cuando ya había cumplido los ocho años nos mudamos a un departamento de la calle Yerbal. En el living había un ventanal enorme que si bien daba al contrafrente dejaba ver la fachada de un edificio francés color sepia que estaba sobre la avenida Acoyte, y el techo de chapa del garaje del al lado. Yo jugaba a tirarme al piso y con la cabeza de costado hacer de cuenta que pisaba la pared del edificio, que el techo del garaje era una montaña, que el edificio era a donde yo quería llegar. Hoy los edificios franceses me hacen recordar esos momentos con un poco de alegría y un poco de angustia. A veces quisiera pisar las paredes para ver el mundo de otra forma.

Recuerdo cada espacio habitado con ternura o pavor según las circunstancias. Ni hablar del fugaz paso por un monoambiente en el barrio de Chacarita en mi adolescencia y sus paredes pintadas de un verde manzana que me sumían en la más triste agonía.

Creo que los espacios externos construyen pequeñas cavidades dentro nuestro en donde se reflejan, o continúan de alguna manera. Acá, justo debajo de mi estómago tengo un mosaico perdido que cuando me agacho me clava su arista más puntiaguda. Las paredes verde agua navegan por mis pensamientos cada vez que la depresión viene a comer a casa. No puedo quejarme de los edificios franceses, ellos me hicieron como soy. Nada tengo que decir de la cama marinera que nunca tuve y del tobogán que no me trajo Papá Noel porque no teníamos espacio en el balcón que tampoco podíamos tener. Nunca me trepé al árbol del jardín ni me metí en la pileta del fondo que no existió. Tampoco recorrí escaleras de edificios interminables ni me perdí entre los pasillos de un barrio encantado. Mis piernas más saben de estar acurrucadas, juntas, quietas, sintiendo el parquet de una casa que sin saberlo, me estaba construyendo a cada instante.

Hoy, en este espacio donde escribo, tengo algunas manías que no quiero confesar. Y ciertos rituales han sobrevivido a la terapia. He elegido el espacio a mi gusto, es verdad, pero a fuerza de dejarme manejar por su impronta soy yo quien busca construir con los ladrillos de mi memoria una casa que se habite sin rencor, sin tanta historia. Sin embargo, las paredes verdes tienen asilo en un almohadón  que escondo cuando vienen las visitas, guardo curitas en el baño de a montones por si llega la hora de mi muerte, cada tanto cierro los ojos y pienso en el techo del garaje. Cuando eso sucede algo en mí encastra de alguna manera para recordarme que cada pedacito mío tiene un sentido, que aunque las paredes de enfrente sean más lindas en mis recuerdos que en la realidad, ellas estarán ahí cada vez que cierre los ojos.

El pasado se guarda dentro nuestro, sin dudas, y es un espacio muy grande, donde también es posible habitar.
  

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