domingo, febrero 28, 2010

Lecturas

Tengo veintiocho años y , por decirlo así, no me ha sucedido nada. Rectifiquemos: he escrito un estudio sobre Carpaccio, que es malo, un drama titulado Matrimonio, que quiere demostrar una tesis falsa por medios equívocos, y versos. Sí, pero ¡los versos significan tan poco cuando se han escrito de joven! Se debería esperar y saquear toda una vida, a ser posible una larga vida; y después, por fin, más tarde, quizá se sabrían escribir diez líneas que serian buenas. Pues los versos no son, como creen algunos, sentimientos (se tienen siempre demasiado pronto), son experiencias. Para escribir un sólo verso, es necesario haber visto muchas ciudades, hombres y cosas; hace falta conocer a los animales, hay que sentir como vuelan los pájaros y saber qué movimientos hacen las florcitas al abrirse por la mañana. Es necesario poder pensar en caminos de regiones desconocidas, en encuentros inesperados, en despedidas que hacía tiempo se veían llegar; en días de infancia cuyo misterio no está aún aclarado; en los padres a los que se mortificaba cuando traían una alegría (era una alegría hecha para otro); en enfermedades de infancia que comienzan tan singularmente, como tan profundas y graves transformaciones; en días pasados en las habitaciones tranquilas y recogidas; en mañanas al borde del mar, en la mar misma, en mares, en noches de viajes que temblaban muy alto y volaban con todas las estrellas- y no es suficiente incluso saber pensar en todo eso. Es necesario tener recuerdos de muchas noches de amor, en las que ninguna se parece a la otra, de gritos y parturientas y leves, blancas, durmientes paridas, que se cierran. Es necesario aún haber estado al lado de los moribundos, haber permanecido sentado junto a los muertos, en la habitación, con la ventana abierta y los ruidos que vienen a golpes. Y tampoco basta tener recuerdos. Es necesario saber olvidarlos cuando son muchos, y hay que tener la paciencia de esperar a que vuelvan. Pues lo recuerdos mismos no son aún esto. Hasta que se convierten en nosotros, sangre, mirada, gesto, cuando ya no tienen nombre y no se los distingue de nosotros mismos, hasta entonces no puede suceder que, en una hora muy rara , del centro de ellos se eleve la primera palabra de un verso.

Rainer Maria Rilke, Los cuadernos de Malte Laurids Brigge

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