lunes, marzo 27, 2006

(1948- )

Un 24 de marzo, Stern, Braga y yo, nos reunimos en la sala sin ningún otro pretexto que el solo hecho de estar juntos, para no dejar de vernos, para asegurarnos a nosotros mismos que aún estábamos existiendo.

Hacía mucho calor y una atmósfera de muerte flotaba en el espacio.

Los dioses se pusieron de acuerdo – había dicho Braga. Un 24 de marzo el tiempo se detuvo para tres personas en un mismo instante, luego se presentó en la sala, nos tomó por la espalda y nos hizo llorar, a cada uno de nosotros, una muerte distinta.

No teníamos nada que decirnos, sabíamos que en estas ocasiones sólo el silencio pronuncia las palabras que estas esperando escuchar.

Vi la eternidad en un instante – dijo el poeta, preparando el espacio para que la voz de Luz Casal nos acogiera como un abrigo para el alma en una noche desértica.

El libro que el director nos había leído en el último ensayo aún estaba sobre el escenario. La tapa roja y negra resaltaba en letras blancas el nombre Helena Von Kurter y una cifra que seguramente en otras circunstancias se me hubiese pasado por alto si no fuera por la forma en que estaba escrita. Un segundo de lectura me bastó para que la atmósfera de muerte que me circundaba se volviera tangible, se espesara y me absorbiera vertiginosamente transportándome con ella a lo más profundo de mi ser. Si alguien me hubiese preguntado en ese momento a cuanto equivaldría el peso específico de la muerte, hubiese respondido con el número exacto, lo mismo que si me hubiesen preguntado por la fecha de mi fallecimiento.

En un instante mi vida se volvió una línea nítida y perfectamente recta, como aquellos gráficos que las maestras de escuela dibujaban con una tiza en el pizarrón para ubicar los sucesos de la historia en la máquina del tiempo.

Frente a mis ojos, mi vida se había convertido en un simple trazo, con un principio, y un final.

Al lado del nombre de la autora del libro, entre dos paréntesis, se leía su año de nacimiento, 1948, luego un guión, y un espacio vacío, que aguardaba paciente el momento en que, inexorablemente, se llenaría.

Terrible error del editor, porque aunque sé perfectamente que no somos eternos, y más pude asegurármelo ese día, juro que nunca la idea de mi muerte se me había hecho tan gráfica.

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