La niña retoma su libro. Aquel que contenía la frase que daría inicio a la obra. El libro sin título que sostendría con sus dos manos abiertas, sentada a la sombra de un árbol, un 27 de febrero de 1949, mientras llovía. La niña que alguna vez había crecido de golpe y no reconocía su cuerpo, la misma que una vez se sentó en el cordón de la vereda y le susurró palabras al oído a una mujer desconocida. La niña que extraña los discos de Jacques Brel a la hora de la siesta. La que lee en voz baja los textos que otra escribe y de a poco los corrige, con la suave caricia de sus manos de princesa, para que ninguna palabra, ningún giro literario o metáfora siniestra, devele su presencia.
Esa niña, recogiendo sus cabellos rojizos para que no le tapen el pequeño rostro, abre su libro en la página veintidós buscando la respuesta que como un caluroso abrazo paternal mil veces soñado, conteste a todas sus preguntas, apañe todos sus miedos, disipe su incertidumbre. Pero por una de esas casualidades del destino, el libro que abre es aquel que el director había llevado a su primer ensayo un 1º de Octubre, el que tenía una página en blanco, sin siquiera un número. Entonces la niña llora, y sus lágrimas, que se mezclan con las gotas de lluvia, conforman un pequeño charco debajo de sus pies descalzos.
La niña, que hace apenas unos segundos, desprendía de sus ojos marrones, lágrimas de desconsuelo, ahora observa su imagen en el espejo de agua, ve su rostro avejentado, su cabello entrecano, sus propias manos arrugadas. Sus lágrimas cesan silenciosamente, despejando los ojos de un rostro sosegado que mira al cielo en señal de gratitud. Entiende que es en vano buscar en un libro las respuestas, y que existe una razón por la que la página 22 está en blanco, porque de no ser así, ella no podría estar, en este preciso instante, tomando su pluma y escribiendo, sobre ese mismo libro, las palabras exactas que responden a todas sus preguntas.
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