miércoles, marzo 25, 2020

Los domingos en la casa de mi abuela y de cuando me convertí en puercoespín

Durante mi infancia y parte de mi adolescencia los domingos fueron siempre iguales. No se podía hacer otra cosa que ir a la casa de la abuela. Había que despertarse antes de las once, desayunar y preparar las cosas para llevar, tarea de la escuela, manualidades. libros, etcétera, lo que hiciera falta para afrontar la maratónica tarde hasta el momento en que mi padre se levantaba de la siesta, tomaba un mate y decía bueno, ¿vamos?

A veces pasaba que no se por qué extraña razón se hacía más tarde, y nos quedábamos hasta la noche y era todo muy raro. No concebía la casa de mi abuela sin sol, y no me gustaba nada la pizza que comíamos en esas ocasiones especiales.  

La casa de mi abuela era un dúplex con una escalera revestida en mosaicos color amarillo por los que alguna vez vi bajar a mi abuelo sentado, escalón por escalón, cuando le daba fiaca ponerse la pierna de plástico. 

En su habitación había un vestidor chiquito donde se guardaban miles de revistas de costura y tejidos. Con mi hermana subíamos a ver que podíamos encontrar para hacer y esquivar la tarea para el lunes. 

Comíamos ravioles o ñoquis, no había otro menú, excepto para mi tío que solo comía pastas en formato fideo, si no no y que una vez que los terminaba, se iba saludando de lejos. 

Una vez me rebelé, dije que no quería ir a la casa de la abuela, que no soportaba mas tener que estar ahí encerrada todo el día, que no tenia ganas de bancarme el viaje de regreso en auto con el partido en la radio y las publicidades de Eveready, que me iba a quedar, que ya era grande, y que ademas tenia sueño y no me iba a levantar antes del mediodía. 

Me dejaron quedarme, sin contradecirme, abrieron la puerta y se fueron. yo seguí durmiendo un poco más, después me levanté y me hice unos mates, mis primeros mates sola, me senté en el sillón y me puse a leer un libro mientras escuchaba a Serge Gainzbourg. Imaginé que estarían haciendo, seguramente mirando una película de Carlitos Balá, comiendo facturas de la  panaderia del barrio, mi abuela quizás habría cocinado bombas de chocolate. 

Creo que fue ese día en que me convertí en puercoespín. 

A las siete de la tarde, cuando entraron por la puerta mis padres y mi hermana, yo ya estaba agazapada en el cuarto de servicio que usábamos de biblioteca, escribiendo una historia en la computadora. Mientras cada uno se acomodaba en la casa yo me acomodaba cada vez mas adentro de mis propios pensamientos que subían y bajaban por los escalones de mis ocurrencias. Alguien me preguntó que había hecho todo el día, respondí que estar conmigo, solamente eso, y lancé una espina que mi madre pudo esquivar, cuando comprobé de quien se trataba. 

Esa noche no cené con ellos, mentí diciendo que no tenia hambre, bromeé diciendo que un par de insectos voladores me habían sido suficientes. Nadie me contradijo y se fueron a dormir. yo seguí escribiendo.

A la mañana siguiente me sorprendió mi papá, me preguntó si había dormido, le contesté que no, que no tenia sueño, que había tenido una idea muy buena para una novela y que necesitaba escribirla. Se fue justo antes de recibir la segunda espina. 

Los días fueron pasando y mientras mi espalda se iba curvando cada vez más y se me congelaban los dedos, me di cuenta de que algo extraño estaba pasando. ¿Seria posible que realmente me hubiera convertido en un puercoespín y que todos lo estuvieran tomando con tanta naturalidad? 

Quizás había salido a mi tío.  

Llegó otra vez el domingo, a esa altura la computadora y yo eramos ya un mismo bicho. Escuché que alguien se levantó y empezó a hacer los bolsos, después vi pasar a mi hermana con la mochila de la escuela. Se fueron, sin decirme nada. Yo seguí escribiendo. 





  

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