martes, noviembre 02, 2021

Noviembre

Alguien canta en la vereda. Y es un canto que se oye intermitente por el sonido de las ruedas de los autos que arrastran el agua de la lluvia. Algunos con música. 

Adentro, el sonido casi etéreo de la heladera. Un ascensor que sube o baja. unas gotitas de agua que golpean contra la pileta de metal de la cocina. 

El ruido de la heladera también parece el canto de un grillo. 

Noviembre se parece mucho a marzo, por ese viento liviano que trae una invitación a salir a la calle y a mirar el cielo. 

La calle mojada suena a autopista. Cómo si al asomarme por la ventana, en lugar de ver los árboles y los vecinos de enfrente pudiese ver la general paz, o la 25 de mayo, la bajada de Liniers, a las siete de la tarde, un domingo, quizá un poco más tarde. Siempre las bajadas de las autopistas son regresando de algún lugar en donde se lo pasó mejor. Pienso... no sé.

En Liniers hay un edificio grande que se lo ve mucho antes de bajar. Y la cancha de Vélez. Las luces de los estadios vacíos, son parecidas a las de los aeropuertos. Tienen esa cosa imponente que te hace sentir más chiquito. 

El pasto iluminado de noche es un planeta distinto. Y si además es noviembre, como marzo, el verde del pasto toma una tonalidad que es una cosa en si misma. Se puede oler con la ventana del auto cerrada. 

Los viajes en auto que más recuerdo son de noche. O de madrugada. Con las calles vacías y ese vientito previo a la salida del sol. Desayunar por ahí....

Los recitales tienen ese mismo espíritu, pero no porque sean recitales, son los estadios los que provocan eso. Y no son los estadios con jugadores de fútbol, son los estadios vacíos, en dónde cualquiera puede pisar el pasto. Sentarse en el piso. Cantar como el que canta en la vereda. 

Una vez lo ví a Luca. Esto ya lo conté muchas veces. Tenía cables de colores en la cabeza. Lo recuerdo y me viene ese mismo olor. 

Ahora quiero tener un perfume que huela a noche. Que sea una plaza a las 8 cuando empieza a oscurecer y  solo quedan algunas personas. Una fiesta en el pie de una montaña con música de chacarera, un fueguito que se empieza a prender en algún patio descubierto del conurbano. 

Niños que juegan por ahí. 

El silencio de los bosques, que no es silencio. El sonido de las casuarinas en el campo, que es igual al del mar. 

Ahora el olor es el de mi heladera espacial. 

Imagino una autopista detrás de la cortina. Y tengo la luz de la computadora en dónde escribo, como un microestadio. 

Recuerdo las noches de mi adolescencia. Tan oscuras como las de ahora. El olor del taller de la escuela a las siete de la mañana. Noviembre y ese viento que se parece tanto al de marzo. Cómo los viajes en auto de ida y de regreso. Una misma sensación, pero en sentido inverso. 

Las luces de la ciudad desde el avión cuando está por aterrizar. Y uno siente que es un viajero del espacio. Buenos Aires a lo lejos. Sus lucecitas. Después del campo oscuro. 

Pero entonces es la noche. No es el viento. 

De día todo es más banal, como una foto quemada por la luz. Y si además llueve. Y si además la lluvia no es tanta que te impida salir a la calle...

Detrás de la cortina están los árboles, y ese perfume que es siempre el mismo. No tiene tiempo la noche, es una sola, siempre, la misma noche.






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